viernes, 21 de diciembre de 2007

Post- operatorio


Caminé desde la habitación donde el resto se repartía los helados de la tarde. Yo llevé el mío entre las manos, para evitar su descongelamiento en boca de otros. Separé la cortina del paisaje que aparecía frente a los ojos frescos, sin fiebre y caminé hasta el limonero. Descubrí pequeñas hormigas ascendiendo entre sus ramas nuevas, hormigas que me pusieron alerta ante alguna peste en él. (Y voy sumando entrelíneas, mirando temores y siguiendo). Quise esperarte erguida junto al árbol, pero una fatiga leve minó mi estampa de guardia de palacio y me llevó hasta la silla roja de la terraza nueva. En esta posición tuve una vista especial del cerro que descansa a los pies del patio, el cerro que duerme desde quizás cuándo y sostiene en su lomo verde, arbustos, fauna diminuta, pasos errantes de cazadores de conejos (¡ay!), miradas de asombro de citadinos autorelegados. En esta posición bajó el viento suave hasta mi rostro y con un poco de ayuda de la fatiga, cerré mis ojos y descansé. Fue ahí cuando una música, venida desde el patio de otro, desde la historia de otros, desde la simultaneidad que nos contiene, levantó vuelo y conmigo a sus espaldas emprendió rumbo a mi pasado, estación Rancagua. Y volví al pasaje 9, frente a la casa 1169, donde la Malicia adolescente esperaba, esperaba todo, un cambio de paisaje por fin, un tren que la llevara lejos, un milagro que trajera el milagro, aguardaba sobre la calle de tierra el amor que viniese vestido de hombre, aguardaba entre el silencio y la nada, entre la observación perpetua y las miradas tristes de los subterráneos vecinos que fluían desde los kioscos y las botillerías de la tarde. Aguardaba las ventanillas del bus que cambiaban de paisajes, que por momentos estaban aquí, y ya no, que por momentos mostraban la ausencia, y ya no, que por instantes chocaban a la lluvia y se restregaban la luz del sol en el pecho hasta brillar de nuevo. Aguardaba la mirada cetrina del amor que corría infante mientras ella lloraba junto a la reja adolescente. Sus ojos buenos que fueron por fin. Aguardaba a los hijos que vendrían antes del holocausto. Aguardaba el dragón blanco que sacudiría las estrellas sobre ella.
Aguardaba la tarde en que estaría sentada junto al limonero, después de la fatiga sin sospechar la pena que traería consigo después del viaje: algo se me había quedado cuando huí. La tristeza de ella enredada en la puerta de salida, entre las rozas y las rudas. La tristeza que también a veces se llama "memoria", que también a veces se llama "identidad".
Y comprendí que tenía que volver por ella aunque ya no existiera la casa, aunque la tierra del pasaje nueve descansara como una tumba bajo el asfalto de la modernidad, aunque los kioscos y las botillerías fuesen fantasmas vendiendo a niños nuevos las nuevas aventuras del hombre. Y comprendí, mi querido Gandalf, que estoy en la puerta de mi pasado y que voy con una antorcha y con tanto respeto. Que voy por ellos para abrazarlos, que quiero mostrarles a los niños y la casa nueva. Para decirles que ningún bus a uno lo lleva tan lejos como quisiera.
Luego apareció una brisa suave, un ave volando hacia el norte, y el aire regresando a mi corazón. Despejé la cortina para retornar a los helados de la tarde que yacían en el recuerdo de mis hijos.
Así como ellos también recordarán un día. Quizás, también, junto al limonero.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Biografía General, el comienzo…


La historia y los personajes que a continuación aparecerán forman parte de la realidad y cualquier parecido con la fantasía, es sólo coincidencia…



Su nombre era María.
Vivía en un barrio pobre de Santiago pariendo hijos que la amaron. Un hombre bueno se inscribió de esposo y, por alguna extraña razón, era feliz. Cantaba y aprendió a rasguear su guitarra para acompañar la voz que salía bohemia a retumbar por las cantinas y quintas de recreo. Sabemos que era amada y que se llamaba María (mi abuela)
Sabemos que cierta tarde llegó un hombre oscuro a tomar el puesto frente a la cantora. Sabemos que sus manos se depositaban frente a los andenes empujando la ruda locomotora que atropellaba el suelo de Rancagua. Sabemos que llenaba con piedras negras el abdomen de fierro y que salía bullendo como toro enfurecido al comienzo del día. Sabemos que tenía diez años menos que ella y que jamás saldría de su boca una nota de dulzura, que sólo el vapor del fuego empujaba a ese cuerpo de hierro y que esa tarde llevaría a María directo a las entrañas y tragaría el amor y la madera, las cuerdas y el canto, para sucumbir en la peor de sus pesadillas, el sueño de la pasión y el adulterio, el sueño del abandono y el olvido.
Allá quedaron en Santiago el hombre que la amaba y los hijos que la necesitaron.
Y partió María tras la locomotora a vivir en los vagones, a dormir bajo las estrellas, a luchar tren en marcha contra el bandido y caer desde la nariz de fierro, muda, arrepentida, sobre los andenes hasta mutilar el brazo que tañía los acordes de una alegría pretérita.
Ahí quedó María, mi abuela, escondiendo la guitarra bajo la mesa, cocinando en piezas oscuras sobre suelos húmedos de fuego, mirándome dolorida desde la tierra que cubría la casa, la casa lúgubre y mal oliente donde partíamos a pagar nuestras culpas, donde mi padre, su hijo me llevaba a conocer los rincones del odio, la furia, el desaliento, donde mi padre, su hijo, me mostraba cómo se odiaba a María.
Afuera el bandido locomotora cazador de Marías (mi abuelo), le mostraba al hijo, mi padre, cómo empujar mujeres desde los vagones, cómo apuntar cañones sobre las sienes de la diosa, cómo destrozar vulvas tras los partos. Y yo veía cómo María lloraba tras el árbol navideño y sentía la voz de mi padre, su hijo, golpeando su corazón malherido.
Allá quedó María, muy lejano en la memoria, ese día que partiste por los andenes en dirección al infierno.

(continuará)...



El Comienzo


Nací en Rancagua de Chile. Fui hermana de Peter, Jaime y Claudio , hija de Leonel y Alicia. Nieta de Azor y María, Guillermo y Armando.

Recuerdo haber corrido sobre un jardín infantil. Recuerdo que sus paredes me parecían altas y celestes y que jamás pude hacer el remolino que todos armaban sin dificultad. Recuerdo que no lograba intercalar los pedacitos de papel lustre que torturaban mis dedos. No sé si volví a intentarlo nuevamente en mi vida, pero sí sé que esa fue mi primera frustración.
La experiencia de terror se precipitó en mí cuando la profesora de kinder(con mucha sicología ella), me culpó del olor a "pedo" que manaba desde los pupitres minúculos y coloridos.
Aseguro, sin temor a equivocarme, que jamás me tiré un peo en público. Incluso hasta el día de hoy me cuesta liberarme de hálitos interiores, por más que mi marido insiste en que no arriegue una tripa.
No puedo, no puedo.
Recuerdo que esa fue una de las pocas oportunidades en que mi padre me defendió. Él reclamó ante la dirección que yo jamás me tiré ni me tiraría en la vida un pedo en público. Fue una de sus primeras sentencias.